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"Alejandro Barreto en la encrucijada"


La obra de Alejandro Barreto se plantea a sí misma como una encrucijada en al menos dos sentidos: (1) como un ámbito privilegiado y acaso único de convergencia entre dos tradiciones, una mexicana y la otra rusa, que suponemos en un primer momento radicalmente distintas, y (2) como la apertura no de una sino de varias vías de comunicación entre aquello que la crítica ha denominado “artes cultas” y “artes populares”, asignándole a las primeras un elevado valor ético, estético y comercial en detrimento de las segundas.

A partir del siglo XVII cobró fuerza en Rusia un tipo de manifestación popular denominada lubok: grabados en madera impresos en papel que recogían de la literatura, la religión y la historia sus diversos motivos. Estos grabados e impresiones, casi siempre anónimos, inundaban los mercados rusos para deleite de la clase trabajadora, campesinos y gente con toda clase de oficios. Contrariamente, los cortesanos se escandalizaban de estos grabados ya que al estar escritos en el idioma corriente (ruso antiguo), no veían con buenos ojos los chistes visuales escritos con faltas de ortografía y las palabras altisonantes. El lubok devino un medio de expresión del pueblo y, por extensión, una suerte de archivo en que aún resiste la historia de la conciencia colectiva: el tiempo les ha conferido el valor de documento histórico. Es en última instancia de esta conciencia que el lubok extrae su personalidad –simple y por esto mismo certera–, su espontaneidad –de la que dan cuenta los trazos toscos o más bien crudos– y su vigor –la libertad de crítica que horada su camino en la superficie de roca de los regímenes dictatoriales–.

En México tuvimos un momento artístico que comparte estas características gráficas y visuales cuyo mayor exponente sea tal vez José Guadalupe Posada (1852-1913). Alejandro Barreto llama nuestra atención sobre este parentesco, que va más allá de una coincidencia y que apunta en todo caso a la necesidad de los pueblos de posicionarse frente a su cultura y sus instituciones mediante un ejercicio ambivalente de distanciamiento (negación burlona de cierto valor o cierto personaje, en el caso del lubok satírico) y de apropiación creativa (la elección y erección de referentes de identidad). De aquí que tanto el lubok como la gráfica popular mexicana de la primera mitad del siglo XX, sean un testimonio vital y no pocas veces una especie de revancha del pueblo ante los discursos oficiales, una astucia para sobrellevar la realidad, descalificándola y legitimándola con el escarnio, y un vehículo noticioso de vasto alcance y con el poder de abordar temas que de otro modo serían insoportables o no superarían la censura. (No son pocos sino muchos y esenciales los vínculos de los grabadores con la nota roja.)

La obra de Alejandro Barreto abreva de estas dos fuentes. No reniega de su raigambre popular; por el contrario, la exhibe con el mejor humor de la gráfica mexicana –de Posada a Rius– y con la impudicia que ameritan los temas: Cantinflas, el Chapulín Colorado, Juan José Gurrola, hipsters de la Condesa, buchonas y luchadores conviven en los grabados de Barreto con un desparpajo que no puede menos de arrancarnos una sonrisa cómplice. Su propuesta rebasa la tentación del folclorismo y de la abstracción con ínfulas cosmopolitas. Esta reivindicación simultánea de dos tradiciones artísticas populares le ha permitido a Barreto encontrar en la creación gráfica en general un aliciente al diálogo entre culturas. El trabajo de reivindicación es además uno con el esfuerzo de devolver a los mexicanos una de sus herramientas seculares de autoconocimiento y disidencia.

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